KAFKA Y LA PRAGA DEL CÍRCULO JUDÍO-ALEMÁN
Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto
A principios del siglo XX, la ciudad de Praga, anodina en lo cultural, era un hervidero de conflictos sociales y políticos. El reino de Bohemia, integrado en el imperio austro-húngaro, asistía al despertar nacionalista de los checos.
En Praga, coexistían tres comunidades que aunque no constituían círculos cerrados tampoco faltaban los conflictos entre ellas: la comunidad checa, la alemana y la judía.
Así pues, las cosas estaban del siguiente modo: la comunidad judía tendía a emular a la alemana por constituir esta última la élite social mientras que la cultura alemana se resentía de su débil arraigo en la estructura social motivado por su aislamiento, que hacía que su alemán fuera artificioso, libresco y pobre.
Esta es la herencia que reciben aquellos jóvenes escritores judíos a quienes sus padres han enviado a escuelas alemanas. Esos son Franz Kafka, Max Brod y Franz Werfel. Aunque a menudo caen ellos mismos en este lenguaje enrevesado y artificioso, la verdad es que lucharon contra él. Recrear una lengua degradada que además les es extraña, les conduce vertiginosamente a la retórica. A todos, menos a Kafka, cuyo estilo afilado, transparente y preciso está muy lejos de la ebriedad de la palabra de sus compañeros.
Kafka se sentía un invitado con relación al alemán, lo que se tradujo en un respetuoso distanciamiento. Distanciamiento hacia el lenguaje y distanciamiento hacia el mundo que le rodeaba. Así como Georg en La condena aceptaba la condena de su padre a morir ahogado, el joven Kafka había encontrado una justificación a su existencia en brazos de la literatura.
Cuando en 1912 escribe sus primeras obras importantes nos dice que voy a aislarme de todos hasta la insensibilidad. Pero no puede. Dos impulsos incontenibles no se lo hacen posible. Por una parte, su deseo de ostracismo en su propia subjetividad creativa y, por otra, la llamada de la vida, es decir, el remordimiento por no vivirla. No se puede ser feliz sin escribir. Y para Kafka, ser feliz es renunciar a formar un familia en aras a su felicidad real: la literatura.
El conflicto entre el yo del artista y el mundo le envuelve. Cuando a los treinta y cuatro años contrae tuberculosis se produce la liberación. La enfermedad le ha liberado de los imperativos del mundo y sus dos deseos más anhelados se convierten en realidad: abandonar Praga (a la que vuelve irremediablemente una y otra vez) y establecerse en Berlín con una mujer, Dora Diamant, con la que no habla de matrimonio. Todo ello dura poco tiempo, Kafka muere a los 41 años.
En su testamento expresa el deseo de que todas sus obras sean destruidas. Su fiel amigo Max Brod no materializa su deseo y decide editar sus obras. Aparecieron entonces El proceso (1925), El castillo (1926) y América (1927). Con anterioridad, una pequeña parte de su producción había sido editada en revistas y colecciones vinculadas al expresionismo, entre éstas la famosa Metamorfosis y Arkadia.
Se ha negado en repetidas ocasiones vinculación alguna de Kafka con el expresionismo en virtud de su estilo claro y conciso, pero habría que reconocer que este movimiento para nada estilísticamente homogéneo es más que otra cosa, un estado del espíritu que se traduce en unas coordenadas estéticamente convergentes. Pensemos en estos términos y veamos, pues, en Kafka, ese espíritu vital marcado por su contradicción del yo con el mundo, por su visión del hombre como víctima de fuerzas desconocidas que deciden su destino y por su superación del realismo gracias a la elevación de lo cotidiano a la esfera de lo fantástico. En este orden de cosas ¿no podemos afirmar con total seguridad que Kafka pertenecía a esta generación de artistas?
A principios del siglo XX, la ciudad de Praga, anodina en lo cultural, era un hervidero de conflictos sociales y políticos. El reino de Bohemia, integrado en el imperio austro-húngaro, asistía al despertar nacionalista de los checos.
En Praga, coexistían tres comunidades que aunque no constituían círculos cerrados tampoco faltaban los conflictos entre ellas: la comunidad checa, la alemana y la judía.
Así pues, las cosas estaban del siguiente modo: la comunidad judía tendía a emular a la alemana por constituir esta última la élite social mientras que la cultura alemana se resentía de su débil arraigo en la estructura social motivado por su aislamiento, que hacía que su alemán fuera artificioso, libresco y pobre.
Esta es la herencia que reciben aquellos jóvenes escritores judíos a quienes sus padres han enviado a escuelas alemanas. Esos son Franz Kafka, Max Brod y Franz Werfel. Aunque a menudo caen ellos mismos en este lenguaje enrevesado y artificioso, la verdad es que lucharon contra él. Recrear una lengua degradada que además les es extraña, les conduce vertiginosamente a la retórica. A todos, menos a Kafka, cuyo estilo afilado, transparente y preciso está muy lejos de la ebriedad de la palabra de sus compañeros.
Kafka se sentía un invitado con relación al alemán, lo que se tradujo en un respetuoso distanciamiento. Distanciamiento hacia el lenguaje y distanciamiento hacia el mundo que le rodeaba. Así como Georg en La condena aceptaba la condena de su padre a morir ahogado, el joven Kafka había encontrado una justificación a su existencia en brazos de la literatura.
Cuando en 1912 escribe sus primeras obras importantes nos dice que voy a aislarme de todos hasta la insensibilidad. Pero no puede. Dos impulsos incontenibles no se lo hacen posible. Por una parte, su deseo de ostracismo en su propia subjetividad creativa y, por otra, la llamada de la vida, es decir, el remordimiento por no vivirla. No se puede ser feliz sin escribir. Y para Kafka, ser feliz es renunciar a formar un familia en aras a su felicidad real: la literatura.
El conflicto entre el yo del artista y el mundo le envuelve. Cuando a los treinta y cuatro años contrae tuberculosis se produce la liberación. La enfermedad le ha liberado de los imperativos del mundo y sus dos deseos más anhelados se convierten en realidad: abandonar Praga (a la que vuelve irremediablemente una y otra vez) y establecerse en Berlín con una mujer, Dora Diamant, con la que no habla de matrimonio. Todo ello dura poco tiempo, Kafka muere a los 41 años.
En su testamento expresa el deseo de que todas sus obras sean destruidas. Su fiel amigo Max Brod no materializa su deseo y decide editar sus obras. Aparecieron entonces El proceso (1925), El castillo (1926) y América (1927). Con anterioridad, una pequeña parte de su producción había sido editada en revistas y colecciones vinculadas al expresionismo, entre éstas la famosa Metamorfosis y Arkadia.
Se ha negado en repetidas ocasiones vinculación alguna de Kafka con el expresionismo en virtud de su estilo claro y conciso, pero habría que reconocer que este movimiento para nada estilísticamente homogéneo es más que otra cosa, un estado del espíritu que se traduce en unas coordenadas estéticamente convergentes. Pensemos en estos términos y veamos, pues, en Kafka, ese espíritu vital marcado por su contradicción del yo con el mundo, por su visión del hombre como víctima de fuerzas desconocidas que deciden su destino y por su superación del realismo gracias a la elevación de lo cotidiano a la esfera de lo fantástico. En este orden de cosas ¿no podemos afirmar con total seguridad que Kafka pertenecía a esta generación de artistas?
10 comentarios
apendix -
Durante mi estancia de 5 meses en Praga, escriví un blog, que os invito a visistar. http:\decentralization.blogspot.com
una loca de la colina -
Un diletante... -
Vailima -
Un saludo
Palimp -
Palimp -
Vailima -
Lola -
Carlos -
Carl Philip -
La concisión de su estilo (quizá por músico, quizá por saber de la segunda época de la segunda escuela de Viena), no me parece un impedimento, sino antes al contrario, para su pertenencia al expresionismo, antes al contrario. A fin de cuentas, ahí tenemos a Webern, que sentía que usar más de 12 notas era reiterativo.
Otro medio, sí. Pero hay convergencia de expresión. Aunque no de identidad. Kafka me parece siempre una de esas personas a las que el mundo les ha infligido cosas muy por encima de su capacidad de resistirlas.
Espléndida la caracterización de lugar y cultura, Vailima. Como siempre, un placer.