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CUÉNTAME

CUÉNTAME Hay historias que sólo le pertenecen a uno; que sólo pueden ser compartidas por lo bello que los demás podamos encontrar en ellas. Pero generalmente, la carga de lo que podríamos denominar “sentimental” es intransferible si acudimos al lenguaje para expresarla. Y no hay historias en las que el lenguaje no ande merodeando.
Ayer me contaron una. Deseo poder hacerles partícipes de la ternura que me inspiró cuando me fue relatada.
Un compañero de trabajo de mi marido nació en Almería hace unos cincuenta y tres años. Desde que conoció a la que hoy es su mujer, vive en el País Vasco y por vacaciones siempre vuelve a su tierra, a su casa. Cuenta que, el día que cumplió tres años, su madre le obsequió con un lápiz, un lapicero normal y corriente, de ésos a los que ya no concedemos valor alguno si los comparamos con regalar un viaje a Disneyland Paris. Eso sí que es un regalo...
Como les iba diciendo, el día de su tercer cumpleaños nuestro niño tenía un lápiz que su madre le había regalado. El niño, travieso, como en cualquier época, introdujo el lapicero en la ranura de la pared de una casa hasta que con asombro primero y, desconsuelo después, dejó de verlo. Desapareció. Nuestro amigo se quedó sin regalo de cumpleaños y con la certeza de haber asistido a un misterio inexplicable.
Esta Semana Santa ha vuelto a su tierra, a su casa. Paseando por las calles que lo vieron juguetear de niño vió un edificio en ruinas. “La casa que se tragó mi lápiz” –pensó-. Y en soledad, como aquel día en el que cumplió tres años, corrió hacia ella, bordeándola y examinando meticulosamente la fachada hasta dar con el agujero. Allí estaba. Con un objeto que encontró en el suelo de su infancia, fue ampliando cuidadosamente la boca que engulló su regalo.
Después de cincuenta años, aún conserva el regalo que su madre le obsequió: unos gramos de serrín y una mina intacta que guardará para siempre.
Hay historias que sólo le pertenecen a uno.

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