BELLEZA EN VILO
En el post anterior contábamos cómo los ancianos de Autilla, cuando llega la hora del ocaso, se encaminan hacia el mirador, que orientado a poniente domina toda la planicie de la Tierra de Campos. Y allí permanecen hasta que el sol se ha puesto. Dejamos bien claro que el paisaje que se domina desde ese punto es excepcional, y las puestas de sol son maravillosas. Comentábamos no obstante que algo en su actitud nos parecía extraordinario.
Observen la foto que acompaña a este post.
Los ancianos de Autilla, cuando salen al mirador poco antes del ocaso, se sientan mirando a oriente. Y mantienen dicha posición hasta que el astro rey ha desaparecido bajo el horizonte.
Dicho de otra forma: dan la espalda a la puesta del sol en todo momento.
Dicho de una tercera forma: son ciegos a la belleza que día tras día se despliega a sus espaldas.
Hay algo inquietante en esta actitud una vez que se ha caído en ello. Tras mucho cavilar, tres posibles explicaciones nos vinieron a la cabeza. Las tres son genéricas, pues es evidente que a los ancianos de Autilla no les pasa nada raro, y son, presuntamente, una muestra normal y representativa de los ancianos en general:
1.- Con la edad se deja de prestar atención a la belleza.
2.- La gente que ha vivido siempre en contacto con la naturaleza no disfruta con la contemplación de la misma.
3.- Disfrutamos de la belleza cuando no estamos acostumbrados a ella. O cuando ésta se nos muestra sorpresiva, no cotidiana ni predecible.
Quisiera que las tres fueran falsas pero once ancianos de once me dicen de forma silente que soy una ignorante de la condición humana.
Tio Petros, sorprendidísimo, comentaba en la cena: Si no salieran de sus casas para contemplar el ocaso, lo comprendería; pero allí, en el mirador, tan sólo tenían que mirar para el otro lado, en un mirador que precisamente está diseñado para mirar hacia ese otro lado!
Por mi parte, no acepto la tercera de ninguna de las maneras. La Pasión según San Mateo de J.S. Bach para mí no es ni sorpresiva ni impredecible. Cada vez que la escucho, si sabérmela de memoria me sirve para algo (han de saber mis lectores que Tio Petros y una servidora la han cantado en varias ocasiones tras meses de ensayo), es para disfrutar aún más. Cualquier enamorado de la música sabe que cuanto más se oye una buena obra más placer se obtiene volviéndola a escuchar.
Las tres posibilidades son desagradables, pero alguna explicación debe tener que voluntariamente un nutrido grupo de seres humanos elige colocarse a 180 grados de un bello y gratuito espectáculo.
¿Tienen mis lectores alguna opinión al respecto?